LA MUJER DEL OTRO
Marcelo Samska
La mujer del otro golpeó a la puerta de mi casa pasadas las tres de la mañana. Yo dormía profundamente. Ella insistió hasta que logró despertarme. Le abrí la puerta en bata de levantar, bostezando.
- Sé dónde están –me dijo-. Vístase y sígame.
La miré con esa cara que uno pone cuando uno está recién despertando de un mal sueño.
- Su mujer y mi marido, sé dónde están haciendo el amor.
Me vestí rápidamente y la seguí. Partimos en su coche.
- Mi mujer está en casa de su madre –le dije calmadamente-; ella duerme muy mal desde que enviudó.
La mujer solo miraba la carretera, como obsesionada por la idea de atraparlos infraganti.
- ¿Qué quiere que haga si es verdad lo que dice, si los encontramos en pelota haciendo el amor?
Ella me miró un par de segundos y me lanzó esta frasecita: Yo lo mato.
- ¿Trae un arma?
- No; pero algo se me ocurrirá cuando los vea, probablemente encuentre un cuchillo de cocina o lo ahorque con mis propias manos, incluso con una almohada. ¿Vio Atrapados sin salida, con Jack Nicholson? Yo haría lo mismo si están durmiendo.
- Para eso hay que ser muy forzudo –acoté, mirándole los brazos fornidos, como de ésas locas que practican halterofilia.
- Demás que lo mata –le dije, convencido.
- ¿Y usted qué va a hacer?
Yo, la verdad, no pensaba en nada. Pamela no me podía hacer una cosa así. Nos iba bien en la cama, ella incluso quería tener hijos.
- El sexo es cosa seria; uno puede traicionar a cualquiera por una canita al aire. El deseo es como un imán irresistible.
- Lo dice como si a usted le hubiera pasado.
Ella me miró con una sonrisa enigmática y dobló en la siguiente esquina. Cruzamos un barrio en el que jamás en mi vida había estado. Todavía había gente en la calle, bares abiertos, música y risas. Debían ser como las cuatro de la mañana. Ella se estacionó a un costado de una plaza donde de lejos se alcanzaban a notar algunas prostitutas disponibles y un par de travestis. Atravesamos la plaza; un travesti me acarició el culo y lo miré con rabia. Vi pasar unos perros calentones que se iban turnando para hacer sus cochinadas en público. Entramos a un hotel atendido por una de esas falsas rubias; una mujer madura pero atractiva. Me guiñó un ojo. La mujer pidió unas llaves entregándole a cambio a la que atendía un billete de diez mil pesos.
- ¿Pero cómo llegó hasta aquí? –iba a preguntarle cuando ella me hizo callar con un gesto; debí suponer que la recepcionista le daría el aviso.
Subimos al segundo piso. Oí mujeres acezando, chillidos, risitas nerviosas, gritos y exclamaciones, ¡más, más!, incluso en francés, encore!, encore!; creí que había televisión en todas las habitaciones dando películas porno. Una mujer salió desnuda de una habitación, golpeó otra puerta, y regresó a la suya con una botella de ron en la mano. La mujer con que venía de pronto se agachó y miró por el ojo de la cerradura. Luego me dijo:
- Mire usted.
Lo pensé dos segundos pero me agaché y vi. Para eso había venido. La verdad, no distinguí gran cosa, o sea, un hombre moreno montándose por detrás a una mujer.
Ante mi expresión de indiferencia, ella añadió.
- Es mi marido.
- ¿Y cómo sé yo que ésa es mi mujer?
- Se conocen del trabajo.
- Ah.
Entonces, ella abrió la puerta con la llave que le habían entregado en la recepción.
- ¡Canalla! –gritó apenas entró, prendiendo la luz.
El hombre, que efectivamente debía ser su marido, se arropó con el cubrecamas, y la mujer se escondió entre de las sábanas. En seguida, la despechada buscó con la mirada un objeto punzante. Vio una botella vacía de un litro de cerveza arrojada en el piso y de un solo golpe contra la pared, que fastidió a los huéspedes, la partió. Quedó con unos bordes filosos como boca de tiburón.
- Te voy a matar, infeliz.
- Pero –intervine yo-; ¿dónde está mi mujer?
- Ahí, pues, escondida como rata atrapada –dijo la mujer, ya casi fuera de sí, indicando el bulto bajo las sábanas.
Ella asomó su cabecita como un conejito despistado. No era la mía.
- No; no es mi mujer –dije entre sorprendido y aliviado.
- ¿Pero dónde está la señora Natalia?
- ¿Qué? Debe estar durmiendo en su casa. ¿Por qué?
- ¿Que ustedes no son amantes?
- Me encantaría, tú sabes cómo me gusta, pero ella está loca por su marido.
Me dieron ganas de pegarle pero sobre todo de abrazarlo a este pobre mujeriego y los dejé discutiendo a grito pelado. La mujer que estaba demás se vistió en un dos por tres y me alcanzó. Me di cuenta de que no traía con nada debajo. Tenía unos ojos y unos pechos preciosos. Nos sonreímos y nos quedamos un rato pensando qué hacer por ahí. Faltaba un buen rato para que amaneciera y a esa hora ni pensar en volver a casa. No pasaba nada todavía.







